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Foto del escritorAdrián Brizuela

Cumbre del G20 en Río. Occidente duda y China consolida su estrategia.

El G20, realizado en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro entre el 18 y el 19 de noviembre, reunió a los líderes de las veinte economías más importantes del mundo junto con organismos multilaterales y países invitados. Este encuentro, concebido como un espacio para coordinar políticas globales, tuvo lugar en un contexto de incertidumbre internacional y de tensiones crecientes, reflejando las divisiones y desafíos que enfrenta el planeta. Río de Janeiro, con su belleza tropical y el contraste de su agitada dinámica urbana, se convirtió en el escenario donde se tejieron negociaciones, promesas y desencuentros.


Foto de Almaplus.tv


El Grupo de los 20, fundado en 1999 en respuesta a las crisis financieras de la época, surgió como un foro destinado a coordinar estrategias económicas globales. Desde entonces, ha ampliado su alcance hacia temas como el cambio climático, la desigualdad y la seguridad alimentaria, aunque este último encuentro demostró que el consenso entre sus miembros es más difícil de alcanzar que nunca. La ausencia de Vladimir Putin, en medio de la guerra en Ucrania, marcó un vacío notable. El tradicional momento de la foto de familia se vio deslucido por la falta de varios líderes clave, un detalle que simbolizó las fisuras de un mundo cada vez más fragmentado.

El contexto internacional actual añadió una carga de urgencia al encuentro. Europa vive un período de incertidumbre política y económica, mientras Estados Unidos se prepara para el regreso de Donald Trump al poder, lo que genera inquietud entre los líderes del bloque. Por otra parte, el cambio climático sigue siendo un tema divisivo. La reciente COP29 en Bakú fracasó en alcanzar acuerdos significativos, y las discusiones en el G20 no lograron avanzar mucho más allá de las declaraciones simbólicas.

En este marco, el anfitrión, Lula da Silva, buscó poner el hambre en el centro de la agenda con la presentación de una Alianza Global contra ese flagelo. La iniciativa tiene como objetivo reducir el número de personas en situación de inseguridad alimentaria, actualmente estimado en 733 millones, a 500 millones para 2030. A pesar de ser una propuesta ambiciosa y urgente, las respuestas de los líderes presentes fueron tibias, y el documento final incluyó compromisos vagos y sin planes de acción claros. En contraste, se avanzó en la inclusión de un gravamen global a las grandes fortunas, una medida simbólica que busca mitigar las desigualdades, aunque sin detalles concretos sobre su implementación.

Otros temas estratégicos ocuparon parte de la discusión, como el estancado acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea. Este pacto, que lleva años en negociación, enfrenta una fuerte resistencia por parte de Francia, que cede a la presión de su sector agropecuario. Las demandas de Brasil y otros países del bloque para avanzar en este acuerdo chocaron nuevamente contra el muro europeo, perpetuando una situación de inacción. En paralelo, China aprovechó la ocasión para fortalecer su relación con el Sur Global, consolidando alianzas estratégicas que buscan contrarrestar la influencia occidental.

El debate sobre la ampliación del Consejo de Seguridad de la ONU fue otro de los puntos destacados. Brasil, junto con otros países emergentes, impulsó la inclusión de más regiones en este organismo, argumentando que el orden global actual ya no refleja las realidades del siglo XXI.

En este complejo tablero, la participación de Javier Milei, presidente electo de Argentina, generó expectativa. Su postura rupturista y las tensiones previas con Lula da Silva auguraban un encuentro incómodo, y así fue. Lula lo recibió con frialdad, marcando la distancia tras las declaraciones del argentino sobre Brasil. Sin embargo, Milei sorprendió al ceder y apoyar el documento de la Alianza contra el Hambre, aunque no sin dejar constancia de su oposición en un recurso formal que nadie más avaló. Más allá de este gesto, la participación de Milei reveló un enfoque pragmático: pese a su retórica inicial, mostró disposición para firmar acuerdos y atraer inversiones de países con los que prometió no negociar durante su campaña.

El evento también estuvo cargado de anécdotas que reflejaron la humanidad detrás de la diplomacia. Santiago Peña, presidente de Paraguay, sufrió un leve problema cardíaco que alarmó momentáneamente a los presentes. Mientras tanto, un insulto previo de Rosângela da Silva, esposa de Lula, hacia Elon Musk, generó murmullos en los pasillos. Joe Biden, por su parte, prometió un paquete de ayuda social de 4.000 millones de dólares, que deberá pagar Donald Trump, luego de asumir en enero 2025.

La cumbre finalizó sin grandes avances en temas urgentes como los conflictos en Ucrania y Medio Oriente, que apenas recibieron menciones en el documento final. Las promesas de acción quedaron ensombrecidas por la falta de voluntad para enfrentar los problemas más críticos del mundo. Río de Janeiro, a pesar de su sol radiante y su vibrante energía, despidió a los líderes con un aire de frustración contenida. Ahora, la mirada se dirige a Sudáfrica, donde el próximo año se volverán a reunir, quizá con las mismas promesas y, probablemente, con los mismos desafíos sin resolver.

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