El silencio que se había instalado como una tregua provisional en el norte de Siria fue roto por explosiones que marcaron el reinicio de una violencia conocida y temida. El grupo islamista yihadista Hayat Tahrir al-Sham (HTS), una organización nacida de las entrañas de Al-Qaeda, lanzó una ofensiva estratégica este fin de semana, retomando partes clave de Alepo e Idlib. Liderados por Abu Mohammad al-Golani, sus combatientes demostraron una capacidad de movilización que sorprendió a un régimen de Bashar al-Assad desgastado, que respondió con bombardeos aéreos respaldados por Rusia. El resultado fue devastador: más de 350 muertos y 7,000 desplazados en apenas unos días. Mientras tanto, en otro rincón del tablero de Oriente Medio, se sellaba una tregua de 60 días entre Israel y Hezbollah, un alto el fuego que contrastaba con el fragor de esta nueva escalada en Siria.
El conflicto sirio no es nuevo, es una herida abierta desde 2011, cuando las protestas populares contra el régimen de Assad fueron sofocadas con brutalidad, transformándose en una guerra civil. Lo que comenzó como una lucha interna se convirtió rápidamente en un conflicto internacionalizado, con múltiples actores y agendas superpuestas. El régimen de Assad, sostenido por las alianzas de Rusia e Irán, lucha por mantener un control frágil sobre Damasco y otras áreas estratégicas. Del otro lado, grupos terroristas como HTS, rebeldes respaldados por Turquía y las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), lideradas por los kurdos, fragmentan el territorio en líneas de conflicto que parecen imposibles de reconciliar. A esto se suman las intervenciones de potencias extranjeras como Estados Unidos, con su apoyo a los kurdos en la lucha contra el Estado Islámico, e Israel, que utiliza la guerra como pretexto para atacar posiciones iraníes en suelo sirio.
Siria ha sido el escenario de más de 500,000 muertes y el desplazamiento de 13 millones de personas, una crisis humanitaria que el mundo ha visto derramarse en cada etapa de este conflicto sin fin. De esos millones, 6.8 millones son refugiados que han huido a países vecinos como Turquía, Líbano y Jordania, enfrentando condiciones precarias y un futuro incierto. Turquía, por su parte, juega su propio juego en el norte de Siria, con operaciones militares destinadas a frenar la autonomía kurda cerca de sus fronteras. Ankara considera a las YPG, la milicia kurda en Siria, una extensión del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), al que califica como una amenaza terrorista. Esta lucha histórica entre turcos y kurdos añade otra capa de complejidad a un conflicto ya de por sí enredado.
La ofensiva de HTS no es casualidad. El régimen de Assad ha mostrado signos de agotamiento, agravados por el desgaste de sus aliados. Rusia, atrapada en el conflicto de Ucrania, ha reducido significativamente su capacidad para operar con fuerza total en Siria. Irán, por su parte, enfrenta presiones internas y económicas que limitan su apoyo efectivo. Además, las tensiones regionales, como los enfrentamientos en Líbano y el conflicto entre Israel y Hezbollah, han creado un vacío estratégico que los rebeldes buscan aprovechar. Este resurgimiento del conflicto refleja cómo los equilibrios de poder en Siria dependen no solo de actores internos, sino también de las decisiones y prioridades de las potencias extranjeras.
En medio de este caos, la geografía de Siria actúa como un tablero donde cada movimiento es estratégico. Ciudades como Damasco y Alepo han sido escenarios de los combates más intensos, mientras que la provincia de Idlib se mantiene como el último bastión rebelde, un microcosmos de la guerra en sí misma. En el norte, los kurdos controlan vastas extensiones ricas en petróleo y tierras fértiles, pero enfrentan constantemente la presión militar turca. La larga frontera con Turquía, de 822 kilómetros, no solo es un límite político, sino también un corredor para el tráfico de armas, combatientes y refugiados, exacerbando la fragilidad de la región.
El reinicio del conflicto en Siria es un recordatorio de que la guerra nunca se ha detenido realmente. Los actores internacionales, movidos por sus propios intereses, cambian de alianzas y estrategias como piezas en un tablero de ajedrez, mientras que los grupos yihadistas como HTS aprovechan cada vacío de poder para consolidar su control. Siria, un país fracturado en líneas étnicas, religiosas y políticas, parece atrapada en un ciclo interminable de violencia y desesperanza.
La proyección futura es sombría. Las potencias mundiales parecen más ocupadas con sus propias crisis, dejando a Siria como un conflicto relegado pero aún ardiente. La posibilidad de un cambio en la política estadounidense, con el eventual regreso de Donald Trump al poder, genera incertidumbre sobre el papel de Estados Unidos en la región. Mientras tanto, la guerra en Ucrania sigue drenando los recursos y la atención de Rusia, debilitando su capacidad de mantener a Assad en el poder. En este contexto, la paz parece más lejana que nunca. En Siria, las brasas de la guerra no solo se mantienen vivas, sino que están listas para incendiar nuevamente un país que ha conocido demasiada destrucción. Los más afectados, como siempre, son los civiles, atrapados en una tragedia que no eligieron y que el mundo parece incapaz de detener.
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