La guerra en Ucrania, a casi tres años de su inicio, ha entrado en una fase que destila desesperación y amenaza. Los recientes ataques masivos de Rusia, con 188 drones –muchos de origen iraní– y misiles balísticos, marcaron uno de los episodios más destructivos desde el inicio del conflicto. Infraestructuras críticas quedaron devastadas, y el 70% de la región de Ternópil quedó a oscuras, mientras Kiev y otras zonas enfrentan apagones interminables. Ucrania, golpeada pero no doblegada, respondió con un puñado de drones que cruzaron la frontera hacia Kursk y Bélgorod. No es la magnitud del ataque ruso, pero es un gesto: la guerra ya no respeta fronteras.
En la trinchera internacional, las piezas se reacomodan con inquietante precisión. La llegada de 12,000 soldados norcoreanos a Kursk, un contingente que Moscú describe como "refuerzo estratégico", añade un nuevo rostro a esta guerra que se globaliza sin freno. Mientras tanto, Washington y Londres permiten a Ucrania utilizar armas en suelo ruso, una decisión que Moscú no tardó en interpretar como un acto de guerra de la OTAN. Y en ese escenario de advertencias veladas y declaraciones incendiarias, Rusia lanza un mensaje inequívoco: su nuevo misil intercontinental, inmune a los sistemas de defensa más avanzados y capaz de portar ojivas nucleares, es un recordatorio de lo que puede ocurrir si se cruza la línea.
¿Por qué ahora? La respuesta está escrita en los números del tiempo y la sangre. Tres inviernos han pasado desde que las tropas rusas cruzaron las fronteras de Ucrania. Cada día que la guerra se prolonga, la erosión es más evidente en ambos bandos. Rusia enfrenta problemas de reclutamiento y moral en el frente, a pesar de su ventaja numérica. Pero es Ucrania quien carga con el peso más pesado: sus recursos humanos están al límite y sus líneas de defensa dependen cada vez más de la ayuda occidental. En las calles, la población comienza a mostrar señales de agotamiento. El heroísmo, como el miedo, tiene un límite.
Europa, mientras tanto, observa con los dientes apretados. La guerra, que en un principio fue vista como un conflicto lejano, ha golpeado su economía, multiplicado los costos de la energía y disparado el precio de la vida. Las tensiones internas se acrecientan, y la paciencia de los ciudadanos europeos parece flaquear. En las calles de Berlín, Madrid o París, el descontento crece: la guerra ya no solo está en Ucrania, está en las facturas, en los estantes vacíos y en las estadísticas de desempleo. Con una recesión al acecho y el proteccionismo que promete Donald Trump como una amenaza latente, Europa se encuentra atrapada entre su compromiso con Ucrania y su propia fragilidad económica.
El cambio político en Estados Unidos añade una nueva capa de incertidumbre. Donald Trump, que asumirá la presidencia el próximo 20 de enero, ha prometido resolver el conflicto "en 24 horas". La promesa, tan audaz como ambigua, inquieta tanto en Kiev como en Moscú. El gabinete que ha anunciado refleja esa dualidad: entre quienes piden cortar el apoyo militar y buscar una salida diplomática inmediata, y quienes abogan por redoblar la apuesta, incluyendo el envío de tropas al territorio. La diplomacia de Trump, un enigma constante, se presenta ahora como un comodín peligroso en un tablero ya inestable.
Mientras tanto, Rusia mantiene su control sobre el este de Ucrania, pero sabe que no puede sostenerlo indefinidamente sin ampliar el conflicto. Ucrania, por su parte, entiende que cada día que pasa sin avances le acerca más al abismo. Los ataques de drones, las respuestas de misiles y las advertencias veladas de ambos lados son solo ecos de un conflicto que se ha convertido en un juego de resistencia.
La guerra en Ucrania no es solo una tragedia humanitaria. Es un catalizador que está reconfigurando el orden global, redibujando alianzas y fracturando equilibrios. Europa tambalea, Rusia se atrinchera, Ucrania resiste, y Estados Unidos, con Trump a la cabeza, se prepara para volver a entrar al escenario. En este panorama, el tiempo no es aliado de nadie. Cada decisión tomada, cada misil lanzado, cada palabra pronunciada en un despacho tiene el potencial de definir no solo el fin de esta guerra, sino lo que quedará de un mundo que no podrá permitirse otra como esta.
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