Si un viajero hubiese estado presente en los inicios del siglo XX, quizá hubiese observado con perplejidad la vasta extensión de Australia, una tierra que a primera vista parecía desolada, pero que, en su interior, albergaba una riqueza que sólo aquellos con la mirada paciente podían discernir. No era únicamente una nación que emergía del imperio británico, sino un símbolo viviente de una contradicción aún latente: el progreso y la indignidad coexistiendo en un espacio donde el eco de la colonización sigue resonando. En días recientes, la figura del Rey Carlos III, en su gira por Australia, ha revivido ese eco. Un eco que, como los pasos invisibles de un intruso en una tierra ajena, provoca en algunos una súbita rebelión del alma.
Durante su discurso frente al Parlamento en Camberra, la senadora aborigen Lidia Thorpe alzó su voz con una claridad inconfundible. "¡Esta no es su tierra!", exclamó, una frase que se disolvió en la multitud pero no en la historia. "¡Denos lo que ustedes nos robaron!". Lo que podría parecer una afrenta puntual es, en realidad, la renovación de un conflicto antiguo. Un conflicto que Australia, a pesar de su autonomía, nunca ha resuelto por completo. La presencia de un monarca extranjero, aunque simbólica, provoca en muchos la reflexión sobre su pasado colonial y el futuro de su identidad.
El Rey y la sombra de la historia
Carlos III, en su primera gira por Australia desde su ascenso al trono, no se encontró con las acostumbradas ceremonias pomposas. Los gobernadores de cinco de los seis estados australianos se excusaron, alegando compromisos más urgentes que recibir a su jefe de Estado. La senadora Thorpe no fue la única en expresar descontento, pero fue su acto el que despertó una memoria dormida: la de un pueblo que, pese a su independencia de facto en 1901, aún no ha cortado los últimos hilos que lo atan a la corona británica.
Australia, ese gigante mineral y agrícola, sigue siendo oficialmente una monarquía constitucional. Aunque su primer ministro, Anthony Albanese, representa un gobierno autónomo y electo democráticamente, el Rey sigue siendo su jefe de Estado. El debate, sin embargo, no es nuevo. En 1999, un plebiscito intentó zanjar la cuestión, pero fracasó. La mayoría de los australianos prefirió, por entonces, conservar el sistema constitucional vigente. Los analistas señalan que fue la falta de consenso entre los partidos principales lo que llevó a la derrota del referéndum. Hoy, sin embargo, las encuestas sugieren un cambio de rumbo: el 92% de los australianos estarían dispuestos a considerar la república, una cifra que, como todo en política, debe ser tomada con precaución. Pero más revelador aún es que el 40% de la población no sabe que su jefe de Estado es un monarca extranjero. Este detalle, casi irónico, refleja no sólo la desconexión con la figura de la realeza, sino también la naturaleza distante y, en ocasiones, irrelevante de esta en el día a día del ciudadano común.
A pesar de estos números, la monarquía aún tiene sus defensores. Bev McArthur, de la Liga Monárquica Australiana, considera que el movimiento republicano se apoya en una narrativa inflada y despectiva hacia la figura del Rey, subestimando su rol simbólico. En una nación donde las votaciones constitucionales son raras y difíciles de aprobar —requiriendo una doble mayoría tanto a nivel nacional como en cuatro de los seis estados—, la posibilidad de que Australia se convierta en república es incierta. La historia, como las mareas, avanza lentamente.
El pasado y el futuro de una colonia
Australia fue, en su origen, un territorio utilizado por el Imperio británico para el transporte de prisioneros, luego de que la independencia de las colonias americanas dejara a Inglaterra sin un lugar donde enviar a sus reclusos. John Cook, en 1770, puso pie en Sydney y fundó Nueva Gales del Sur y, con ese acto, dio inicio a una de las más grandes apropiaciones de tierras de la historia moderna. El boom del oro, iniciado en 1850, consolidó a Australia como una potencia de recursos, pero siempre bajo la sombra de la metrópolis británica. Los aborígenes, que habían habitado esas tierras por más de 65 mil años, fueron relegados a los márgenes de una nueva sociedad que los consideraba poco más que una curiosidad histórica.
Pero esa historia de colonización, de despojo y adaptación, no es exclusiva de Australia. Latinoamérica, continente de antiguas civilizaciones, también fue objeto del reparto colonial europeo. Sin embargo, Australia parece haber logrado algo que muchos países de América Latina aún buscan: una estabilidad económica envidiable y un desarrollo que, aunque desigual en algunas regiones, la coloca como un modelo económico a seguir.
Australia como espejo: lecciones para Latinoamérica
Es tentador ver en Australia un modelo para los países latinoamericanos que fueron, como ella, colonias europeas. La federación de 1901 y la formalización de su autonomía en 1942 convirtieron a Australia en un actor económico clave, con una economía primaria basada en la minería, la agricultura y la ganadería. Desde entonces, su sistema de servicios ha crecido, y el país goza de una macroeconomía estable, con bajas tasas de pobreza y desempleo en las zonas urbanas. Pero, como todo modelo, tiene sus sombras.
La historia nos recuerda que Australia es un país de extremos. Las ciudades como Melbourne, Sydney y Brisbane se han convertido en centros de prosperidad, mientras que las regiones remotas, especialmente aquellas donde reside la población aborigen, siguen luchando contra la pobreza y la falta de acceso a servicios esenciales. La esperanza de vida de los aborígenes es significativamente menor que la del resto de la población, y su tasa de desempleo es alarmantemente alta. En este sentido, Australia no es muy diferente de muchas naciones latinoamericanas, donde la desigualdad regional y étnica sigue siendo un obstáculo persistente.
Lo positivo del modelo australiano es, sin duda, su estabilidad política y económica. A diferencia de muchos países de Latinoamérica, donde la inestabilidad ha sido una constante, Australia ha logrado construir un sistema parlamentario fuerte, con instituciones que funcionan, en su mayoría, de manera autónoma y eficiente. Pero esta estabilidad tiene un costo. La dependencia de Australia en la minería y la agricultura ha llevado a problemas ambientales considerables, y su contribución al cambio climático, aunque menor que la de otros países desarrollados, sigue siendo significativa.
En un mundo cada vez más interconectado, las lecciones que Australia puede ofrecer a Latinoamérica son complejas. Sí, es posible construir una economía estable y próspera incluso en el marco de un pasado colonial. Pero también es necesario recordar que el progreso económico no puede ser la única medida de éxito. Australia, con su historia de despojo y su lucha por la justicia social, nos recuerda que las cicatrices de la colonización no desaparecen fácilmente. Para que Latinoamérica pueda realmente aprender del modelo australiano, debe primero enfrentar sus propias heridas, y quizás, al igual que Australia, decidir si es tiempo de cortar los lazos con el pasado y mirar hacia un futuro más autónomo y justo.
Excelente nota. Australia tampoco es noticia corriente en los grandes medios, por eso el desarrollo histórico y la comparación con países, que han pasado por la situación de coloniaje, hacen tan importante el análisis que de ella se realiza.